7 jun 2016

Un sueño para una joven llamada Caracas


"Mujer vegetal" Mario Abreu 1954




El siguiente texto fue el Discurso de Orden que presenté el pasado 6 de junio de 2016 en el Concejo Municipal del Municipio Bolivariano Libertador en ocasión de la celebración del Día Mundial del Medio Ambiente y la entrega de los Premios y Reconocimientos Waraira Repano – Cerro El Ávila 2016.

 
Miembros del Concejo Municipal del Municipio Bolivariano Libertador
Representantes de la Alcaldía del Municipio Bolivariano Libertador
Representantes del Ministerio Poder Popular para el Ecosocialismo y Aguas, y demás Ministerios del Ejecutivo Nacional
Organizaciones y personas homenajeadas con el Premio y la Orden al Mérito Waraira Repano – Cerro El Ávila 2016
Miembros de organizaciones comunitarias, organizaciones no gubernamentales, y demás organizaciones de la sociedad civil
Representantes de los medios de comunicación
Señoras y señores.


Me siento particularmente honrado de que un día como hoy con tanta significación para mí, tenga la oportunidad de dirigirme a ustedes, en ocasión de la conmemoración del Día Mundial del Medio  Ambiente y la entrega de los Premios y Reconocimientos Waraira Repano – Cerro El Ávila 2016.

Es por ello, que quiero iniciar agradeciendo profundamente esta invitación que me hiciera el Concejo Municipal Bolivariano Libertador, a través de la Comisión Permanente de Ambiente y Turismo, y en función de la misma, aprovechar la oportunidad que me dan para hacer algunas reflexiones desde el ambientalismo sobre nuestra ciudad y el futuro que soñamos para ella. Y hago énfasis que las mismas surgirán desde el ambientalismo y el sueño. He sido calificado tanto de "ambientalista radical" como de “idealista perdido" y uno no puede andar decepcionando a sus críticos, tal como dice el maestro Gustavo Wilches Chaux.

Esta ocasión que aquí nos reúne, busca articular varios temas: La celebración del Día Mundial del Medio Ambiente, a la ciudad de Caracas en conjunto con su montaña guardiana, así como el reconocimiento a un importante grupo de personas que trabajan por ese sueño que es el vivir en una ciudad que pueda evolucionar hasta lograr que su rasgo fundamental sea el respeto y cuidado por la vida, y todas las formas y manifestaciones de vida.

En la actualidad en Venezuela, es de enorme importancia reafirmar nuestro derecho a soñar con un futuro mejor. Frecuentemente, a los ambientalistas nos dicen que debemos ser más realistas y poner los pies sobre la tierra. Nos dicen igualmente, que con tantos problemas que existen en este momento ¿Quién se va estar preocupado por temas como el ambiente? Cuando oigo esos argumentos, recuerdo que hace un poco más de doscientos seis años, a unas pocas cuadras de aquí, en la esquina de Las Ibarras, uno de nuestros héroes civiles olvidados, Juan Germán Roscio, creó la Sociedad Patriótica, núcleo de las ideas independentistas y de libertad en Venezuela. Conceptos que en ese momento eran mucho más difíciles de concebir y practicar que de las que hablamos en este momento.

En este contexto, comencemos hablando del escenario donde es posible alcanzar nuestro sueño ambiental: la ciudad de Caracas.

No resulta fácil resumir casi cuatrocientos cincuenta años de historia de nuestra ciudad. Pero quizás, ella no sea tan vieja como pareciera debido a su edad cronológica. 

Si usamos la idea del escritor argentino Hernán Casciari de calcular el tiempo “humano” de un país dividiendo su edad entre 14, Caracas, pudiera imaginarse como una joven adulta de treinta y dos años: alegre, trabajadora y un poco mandona; madre adoptiva de seis chicos nacidos en el campo y bautizados como Petare, Baruta, Chacao, El Hatillo, Antímano y Macarao, los que ahora envuelve protectoramente en su regazo, aunque algunos de ellos a veces sean respondones y se den aires de superioridad aún inmerecida.

Pero en cualquier caso, vale la pena recorrer un poco la historia de nuestra joven Caracas.

Comencemos diciendo que la “ciudad de los techos rojos” fue construida en el espacio protegido entre la muralla formada por la montaña que los españoles llamaron “El Ávila” y los barrancos moldeados por los profundos cauces de los ríos Caroata y Catuche. Su territorio había sido reconocido desde antes de la llegada de los europeos como un sitio inmejorable: abundante agua, buenos suelos agrícolas, clima excelente y una localización geográfica privilegiada. A pesar de estas bendiciones, al principio, su crecimiento fue muy lento y por muchos años solo fue una diminuta isla en un mar de plantaciones de caña, café y algunos frutales.

Esta situación cambió, ya avanzado el siglo XX, cuando la ciudad comenzó a crecer y transformarse de manera vertiginosa, como un deslave que va devorando todo a su paso.

Cuando mi familia, como tantas familias venezolanas, se vino a Caracas en los años 60 del siglo pasado, ya la mayor parte de la transformación se había dado. La ciudad había abandonado su ropaje colonial y republicano por un vestido moderno y audaz diseñado por los mejores arquitectos del momento. También había crecido y engordado. Ya la ciudad ocupaba prácticamente todo el valle y empezaba a amenazar con derramarse hacia los espacios fuera de su territorio original. Así fue internándose en los altos mirandinos, las zonas altas de los municipios Baruta y El Hatillo, el corredor vial de la Autopista Regional del Centro y la vía hacia la ciudad de Guarenas. Ya para ese entonces, los pequeños pueblos agrícolas del valle habían prácticamente desaparecido.

La transformación fue inclemente. Se aplanaron cerros, se destruyeron bosques, las quebradas fueron convertidas en cloacas a cielo abierto y se escondieron de la vista del público; los espacios verdes remanentes se domesticaron en unos pocos metros de aceras y jardines, que en gran parte de la ciudad también fueron arrasados, sin que a la mayoría les hubiese preocupado su pérdida.

La bonanza petrolera reclamaba una capital grande, moderna y cosmopolita, sin importar el costo ambiental y humano de ese propósito.

Solo la conciencia y sabiduría de algunos venezolanos permitió proteger unos pocos espacios donde aún sobreviviera la espontaneidad vital de la naturaleza: El Parque Nacional El Ávila, actualmente renombrado como Waraira Repano; el Parque del Este (Francisco de Miranda); los parques Vicente Emilio Sojo, el Universal de la Paz y el Zoológico en Caricuao; el Parque del Oeste (Alí Primera); el Jardín Botánico de Caracas; la Zona Protectora de Caracas; así como un pequeño número de otros parques y espacios verdes diseminados por la ciudad. Todos ellos se hicieron rápidamente insuficientes, para las necesidades de la población y su derecho a disfrutar de la naturaleza, y sólo sirvieron para hacer un ínfimo contraste verde contra extensas zonas sin parques, sin árboles, casi sin vida: sólo dominio para el cemento y el asfalto.

La ciudad en crecimiento necesitó de servicios y suministros cada vez mayores, y al destruir sus propios recursos necesitó importar agua, energía y alimentos así como librarse de sus desechos. Ello generó el despojo y destrucción de una gran ecoregión, la cual incluye el norte del estado Guárico, los altos mirandinos, los valles del Tuy y gran parte de la región de Barlovento, entre otros espacios territoriales.

La ciudad rica se daba el lujo de crecer a expensas de la degradación y explotación de sus vecinos.

En paralelo con el desarrollo urbanístico autorizado, surgió la ciudad informal. Así los cerros menos apetecidos por los empresarios de la tierra, fueron colonizados por millares de personas que elaboraron un heterogéneo mosaico de viviendas construidas, a veces con materiales firmes, pero más frecuentemente con componentes precarios y en terrenos vulnerables. Así se construyeron asentamientos urbanos enormes, muchos sin agua, sin cloacas, sin recolección de desechos sólidos, sin parques y en permanente estado de riesgo de catástrofe. Constituyendo hasta hoy en día, una de las mayores situaciones de injusticia ambiental que existe en nuestra ciudad.

A lo largo de esta historia se hicieron algunos intentos de ordenar y “racionalizar” el crecimiento urbano a través de leyes y ordenanzas, y se realizaron algunos avances importantes en materia de suministro de agua, transporte y otros programas de desarrollo de infraestructura y servicios.

Estos propósitos, llenos de buenas intenciones, y en algunas ocasiones con éxito momentáneo, tuvieron a la larga poca eficacia o fueron insuficientes, producto de la falta de continuidad administrativa, la poca voluntad política y en particular por el poder del dinero sobre otras consideraciones. 

El último golpe a cualquier propósito de ordenamiento urbano, se lo asestó el nuevo avance de la ciudad, ahora hacia adentro, nacido de la idea de que “en Caracas cabe otra Caracas”. Planteamiento que, desde mi punto de vista personal, es irresponsable y perjudicial, al no ir acompañado de un plan urbano integral, coherente y consensuado que diera respuestas, no solo al derecho de los ciudadanos a un techo, sino que buscara la mejora real y sostenible de la calidad de vida de todos los habitantes de la ciudad,  incluyendo, por supuesto, de aquellos que están siendo beneficiados por las nuevas viviendas.

Así llegamos a la segunda década del siglo XXI, y tenemos una ciudad desordenada, con graves problemas de suministro de agua – incluso en años donde no hay “niños” a la vista – con sistemas de gestión de desechos ineficiente, con una de las tasas de área verde por persona más baja entre las ciudades de la región,  enormemente vulnerable a los efectos de los eventos climáticos extremos y sin casi ninguna previsión, ni preparación para enfrentar los efectos del cambio climático.

Pero quizás, el peor de los problemas de la ciudad sea su escasa gobernabilidad generada por la desarticulación institucional, la feudalización de territorios, la hostilidad política y la negación de todo intento de concebir y avanzar hacia una ciudad propicia para todos.

Adicionalmente, en esta época de múltiples crisis simultáneas, de policrisis la llamó el sociólogo y filósofo Edgar Morin, solemos creer que el problema central de la ciudad es sólo de tipo político. Pero esta es únicamente una fiebre pasajera, tal como muchas otras han ocurrido en toda su historia, algunas mucho peores que la actual. Los verdaderos problemas están en un nivel más profundo, son temas sociales, culturales y ambientales. Lo peor, en relación con el tema ambiental, lo pudiéramos describir parafraseando el célebre microcuento de Augusto Monterroso: “cuando despertemos, el dinosaurio ambiental todavía estará allí”… y quizás, agrego yo, hasta haya crecido.

Al final de esta historia, esta mujer que hemos llamado Caracas, ha llegado a la edad adulta con importantes problemas de salud ambiental, con dificultades para encaminarse hacia un proyecto de vida sostenible, vulnerable y amenazada por múltiples peligros. Nada fuera de lo común en la Venezuela actual.

Pero a pesar de todo ello, la ciudad aún está viva, llena de color y belleza. No solo por la magia de su cordillera que le hace una espléndida cortina verde a la ciudad, sino por los cientos de especies de aves que aún recorren los caminos de su cielo, así como por el verde de algunas urbanizaciones y pequeños rincones naturales que aún perviven a lo largo de la urbe. Pero más que todo, por el trabajo de miles de personas que en alcaldías, organizaciones ambientales, organizaciones vecinales y comunales luchan cada día por defender nuestro derecho a vivir y convivir en un ambiente sano, seguro y ecológicamente equilibrado como nos cuenta la Constitución.

Esas personas son los verdaderos héroes de la ciudad y como tales estamos obligados a premiarlos, reconocerlos, retribuir sus esfuerzos, pero en particular apoyar decididamente su trabajo. Hoy me honro en estar entre una excelente muestra de esos seres humanos imprescindibles para el futuro de la ciudad.

Ellos son el segundo de los componentes de este sueño del que hemos estado hablando y la clave para hacerlo realidad.

Me llama la atención que la mayoría de los homenajeados, y quizás esta sea la magia de este premio, militan en la causa de la educación y la comunicación ambiental.

Esto es un tema enormemente importante. Nelson Mandela nos dejó la idea de que “La educación es el arma más poderosa que puedes usar para cambiar el mundo”. Y así es: Los educadores ambientales queremos cambiar al mundo. Ya que pretendemos usar las herramientas educativas para avanzar hacia un mundo más responsable, consciente, solidario y justo. Pero ello no implica imponer ideas a la gente, por buenas que parezcan. El gran educador Paulo Freire decía que “Enseñar exige respeto a la autonomía del ser del educando”, por ello, la educación debe dirigirse no a la mera inculcación de conceptos y doctrinas, cuales quiera que sean, sino enseñar a cada persona, a pensar, a ser consciente y crítico; a entender su relación profunda con su ambiente y a ser capaz de participar activamente en la solución de los problemas que les toca enfrentar.

Dentro de estos propósitos, los educadores ambientales nos encontramos frente a un reto formidable: educar a toda la sociedad sobre la amenaza del cambio climático y las maneras de enfrentarlo. Ello no implica necesariamente enseñar ciencias ambientales, ni meteorología, sino ayudar a la gente a transitar el camino de la resiliencia, la creatividad, la solidaridad, la gestión de riesgos y la responsabilidad. 

Para ello, nosotros también tenemos que formarnos y romper con los paradigmas educativos que actualmente limitan la acción formativa. Tenemos que decir no a la educación basada en la mera transmisión de información. Sobre todo a la descontextualizada, sin pertinencia social, ni cultural, abstracta y sin contacto con la realidad y los problemas de la población. Necesitamos construir una educación viva, pertinente, contextualizada y eminentemente práctica.

Pero también para poder avanzar, es necesario que se fortalezca la educación ambiental en este país y en esta ciudad. Ello principalmende debido a que actualmente este campo de la educación pasa en Venezuela por un momento de mengua. Tal situación se debe principalmente a la falta de apoyo, la desinstitucionalización, la desvalorización del trabajo educativo y la falta de inversión en programas educativos apropiados y permanentes. 

Al fin de cuentas es un tema de prioridades. La joven premio Nobel de la Paz, Malala Yousafzai, en uno de sus discursos expresó, que: "Si se quiere acabar la guerra con otra guerra, nunca se alcanzará la paz. El dinero gastado en tanques, en armas y soldados se debe gastar en libros, lápices, escuelas y profesores" y yo agrego, con humildad, que también tenemos que invertir en apoyar a los educadores comunitarios, animadores sociales, comunicadores y cultores que quieran enseñar sobre cómo enfrentar los desafíos del cambio climático y la degradación ambiental.

Frente a retos tan grandes, en este momento soy optimista, al encontrarme frente a este grupo extraordinario de personas, que estoy seguro, que desde la gestión, la educación, la comunicación y el canto, seguirán persiguiendo el sueño de la Caracas sensible, preparada, resiliente, participativa y respetuosa de la vida en todas sus formas y manifestaciones. 

El Dalai Lama dijo que “El planeta no necesita más `gente exitosa´. El planeta necesita desesperadamente más constructores de paz, sanadores, restauradores, cuentacuentos y amantes de todo tipo”. Tenemos la dicha y fortuna de estar entre esa gente y que aquí se encuentren reunidos para ser homenajeados.

A todos ellos, muchas gracias en nombre de la gente de Caracas.